Por Fernando Alfón
El pasado 11 de diciembre, para presentar Si Hamlet duda..., en la Ex Escuela de Mecánica de la Armada, Julián Axat volvió a llevar su guillotina. Esta vez fue algo más evidente que la exhibida en el Ex Regimiento 7, en La Plata, durante la primera presentación. Logró que fuera más evidente por medio de una elipsis: prescindió del objeto físico, pero llevó sus símbolos. Todos los que estaban en el acto: poetas, narradores, periodistas, conocían bien el poder de las metáforas; en especial este de enfatizar por medio de la omisión. Esta no es, sin embargo, la percepción de Axat sobre los hechos. Él no quiso llevar la guillotina al segundo acto. Sus razones eran convincentes: «Será mi propia cabeza la que ruede, si entro una guillotina a la ESMA», le oí confesar. ¿Qué es lo que sucede en ese lugar para que, no obstante haberse convertido en espacio de reflexión política, no puedan hacerse ciertas cosas?
No ignoro lo que sucedió en la ESMA, y creo que si Axat hubiera entrado con una guillotina hubiera profanado algo. Evito la ligereza en la elección de los términos; digo profanación, porque creo que ahí se custodia algo que se estima sagrado: la memoria. La Ex-ESMA no es un templo religioso, pero parece: rige la solemnidad, requiere la observación de ritos, inhibe la pronunciación de ciertas palabras, conjura determinados actos. El Pasado, aquí, como si se tratada de una divinidad, mira con un único ojo que acecha hasta en la última baldosa de la consciencia.
La memoria, no obstante, no siempre fue la misma memoria. Hubo pueblos ágrafos que, temiendo el peso de la historia, evitaron registrar el paso del tiempo. Nuestra concepción del pasado adolece de lo contrario: concede a la memoria, en casos, la dimensión de una deidad. Me inquieta esta última concepción por los dilemas que encierra. El fundamental, acaso, sea el de erigir la memoria en autoridad. Los riesgos, aquí, son altísimos, pues la historia puede devenir en oración y precepto; lejos de convocar la acción inventiva y vital, puede convertirse en obediencia y mero respeto.
Ciertos pueblos de antaño, argumenta Heinz Werner, recurrieron a la metáfora para nombrar aquello que, por tabú, estaba prohibido nombrar. La restricción tenía sus fundamentos: nombrar las cosas suponía participar de su naturaleza. Ciertas autoridades ―ni hablar de las divinas― convenía aludirlas sin apelar a sus nombres propios. En la Ex-ESMA, el pasado es tratado con sumo cuidado. Julián Axat lo sabe, por eso evitó hacer lo que está prohibido, aunque encontró sus metáforas: no llevó la guillotina, pero mencionó el drama de las influencias y la necesidad de separarse de ciertas tradiciones literarias. Todos lo comprendimos. No obstante, hubo desavenencia.
El libro guillotinado fue un azar ―un ejemplar de Neruda, uno de La Biblia, un pedazo de cartón que dijera «Libro», también hubiera servido. No se trata de Fabián Casas, accidentalmente degollado, cuyo influjo, al no existir, no está en discusión. Juzgar al acto de la guillotina de «ridículo» (I. Gruss), de «muy siniestro gusto» (J. Aulicino), o de «terrorista» (J. Fondebrider) quizá sean formas superficiales de juzgar un acto superficial. Armar una maqueta de guillotina es un acto anacrónico: recordarlo es ocioso; es una provocación: naturalmente; y hasta una promoción: no lo dudo. La lectura literal, no obstante, de lo que ostentosamente busca ser figurativo también es una metáfora, pero de las más haraganas.
La noche de la presentación, para mí, esta vez, fue corta; la mañana del día siguiente viajé para Ecuador. Al llegar, unos guayacos me contaron que, en el marco de la última Feria del Libro, celebrada en Guayaquil, al poeta español Leopoldo María Panero se le ocurrió, en medio de una entrevista, orinar en el césped de la catedral Metropolitana. El hecho no tiene nada que ver con la guillotina de Axat: se trató de un mero acto fisiológico, de un anciano sexagenario que, se sabe, vive en un psiquiátrico, en las Canarias, y jamás le interesó eso que llamamos urbanidad. Aunque lejos de pretender un impacto poético, algunos hermeneutas se preguntaron qué significa mear una catedral, a poco de cerrar la primera década del siglo XXI. El cura párroco, los pelucones de Quito, Cuenca y la provincia del Guayas, los poetas serios y el alcalde de Guayaquil ―una especie de Mauricio Macri tropical―, en cambio, objetaron el hecho por escandaloso, réprobo y ajeno a todo arte verdadero. Exhortaron al poeta, por último, a que termine con este tipo de metáforas. Seguí la polémica por El Telégrafo, en el Malecón, al pie del monumento a San Martín y Bolívar, que algunos llaman la entrevista entre Guayaquil y Buenos Aires.
Guayaquil, 26 de diciembre de 2010
El pasado 11 de diciembre, para presentar Si Hamlet duda..., en la Ex Escuela de Mecánica de la Armada, Julián Axat volvió a llevar su guillotina. Esta vez fue algo más evidente que la exhibida en el Ex Regimiento 7, en La Plata, durante la primera presentación. Logró que fuera más evidente por medio de una elipsis: prescindió del objeto físico, pero llevó sus símbolos. Todos los que estaban en el acto: poetas, narradores, periodistas, conocían bien el poder de las metáforas; en especial este de enfatizar por medio de la omisión. Esta no es, sin embargo, la percepción de Axat sobre los hechos. Él no quiso llevar la guillotina al segundo acto. Sus razones eran convincentes: «Será mi propia cabeza la que ruede, si entro una guillotina a la ESMA», le oí confesar. ¿Qué es lo que sucede en ese lugar para que, no obstante haberse convertido en espacio de reflexión política, no puedan hacerse ciertas cosas?
No ignoro lo que sucedió en la ESMA, y creo que si Axat hubiera entrado con una guillotina hubiera profanado algo. Evito la ligereza en la elección de los términos; digo profanación, porque creo que ahí se custodia algo que se estima sagrado: la memoria. La Ex-ESMA no es un templo religioso, pero parece: rige la solemnidad, requiere la observación de ritos, inhibe la pronunciación de ciertas palabras, conjura determinados actos. El Pasado, aquí, como si se tratada de una divinidad, mira con un único ojo que acecha hasta en la última baldosa de la consciencia.
La memoria, no obstante, no siempre fue la misma memoria. Hubo pueblos ágrafos que, temiendo el peso de la historia, evitaron registrar el paso del tiempo. Nuestra concepción del pasado adolece de lo contrario: concede a la memoria, en casos, la dimensión de una deidad. Me inquieta esta última concepción por los dilemas que encierra. El fundamental, acaso, sea el de erigir la memoria en autoridad. Los riesgos, aquí, son altísimos, pues la historia puede devenir en oración y precepto; lejos de convocar la acción inventiva y vital, puede convertirse en obediencia y mero respeto.
Ciertos pueblos de antaño, argumenta Heinz Werner, recurrieron a la metáfora para nombrar aquello que, por tabú, estaba prohibido nombrar. La restricción tenía sus fundamentos: nombrar las cosas suponía participar de su naturaleza. Ciertas autoridades ―ni hablar de las divinas― convenía aludirlas sin apelar a sus nombres propios. En la Ex-ESMA, el pasado es tratado con sumo cuidado. Julián Axat lo sabe, por eso evitó hacer lo que está prohibido, aunque encontró sus metáforas: no llevó la guillotina, pero mencionó el drama de las influencias y la necesidad de separarse de ciertas tradiciones literarias. Todos lo comprendimos. No obstante, hubo desavenencia.
El libro guillotinado fue un azar ―un ejemplar de Neruda, uno de La Biblia, un pedazo de cartón que dijera «Libro», también hubiera servido. No se trata de Fabián Casas, accidentalmente degollado, cuyo influjo, al no existir, no está en discusión. Juzgar al acto de la guillotina de «ridículo» (I. Gruss), de «muy siniestro gusto» (J. Aulicino), o de «terrorista» (J. Fondebrider) quizá sean formas superficiales de juzgar un acto superficial. Armar una maqueta de guillotina es un acto anacrónico: recordarlo es ocioso; es una provocación: naturalmente; y hasta una promoción: no lo dudo. La lectura literal, no obstante, de lo que ostentosamente busca ser figurativo también es una metáfora, pero de las más haraganas.
La noche de la presentación, para mí, esta vez, fue corta; la mañana del día siguiente viajé para Ecuador. Al llegar, unos guayacos me contaron que, en el marco de la última Feria del Libro, celebrada en Guayaquil, al poeta español Leopoldo María Panero se le ocurrió, en medio de una entrevista, orinar en el césped de la catedral Metropolitana. El hecho no tiene nada que ver con la guillotina de Axat: se trató de un mero acto fisiológico, de un anciano sexagenario que, se sabe, vive en un psiquiátrico, en las Canarias, y jamás le interesó eso que llamamos urbanidad. Aunque lejos de pretender un impacto poético, algunos hermeneutas se preguntaron qué significa mear una catedral, a poco de cerrar la primera década del siglo XXI. El cura párroco, los pelucones de Quito, Cuenca y la provincia del Guayas, los poetas serios y el alcalde de Guayaquil ―una especie de Mauricio Macri tropical―, en cambio, objetaron el hecho por escandaloso, réprobo y ajeno a todo arte verdadero. Exhortaron al poeta, por último, a que termine con este tipo de metáforas. Seguí la polémica por El Telégrafo, en el Malecón, al pie del monumento a San Martín y Bolívar, que algunos llaman la entrevista entre Guayaquil y Buenos Aires.
Guayaquil, 26 de diciembre de 2010
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