viernes, 28 de diciembre de 2012

SAQUEOS - Néstor Perlongher

Editado en Página/30, núm. 24, Buenos Aires, julio de 1992.


  
   Noctilucas enardecidas, el resplandor de los espejitos anuncia a lo lejos su avance nocturno. Suena en Sao Paulo y Rio de Janeiro, entre otros sitios menores, la hora del saqueo. Todo se saquea: supermercados, almacenes, tiendas, camiones cargados de comida que sufren un accidente en la calle son desvalijados. Una vez, en el Nordeste, hubo un accidente con un tren cuyos vagones abalanzaron para llevársela, originando un pavoroso incendio que destruyó toda la favela.
   Éstas, las noctilucas, van provistas de un pequeño espejo de cartera, de ésos que se usan para retocar el maquillaje, y entran a saco en las perfumerías. Para no ser sorprendidas con la mano en la crema, delatando su avidez estática en el traslado de un lado a otro de los potes, prueba certera de su exceso, las cosmetologizadas se embadurnan ahí mismo junto a la góndola. Pero la policía las descubre porque las ve excesivamente maquilladas, lo cual en el Brasil es una extravagancia. Si fuese en la Argentina, de cajón que no las descubrirían, entre tantas porteñas que le dan con todo al pancake y al pincelito (siempre me ha sorprendido que las chicas de Flores amanezcan pintadas, son —en versos de Arturo Carrera— “niñas que nacieron peinadas”).
   Más allá de esa frívola boutade, las masas desesperadas acechan (hurgan, desean para ellas) las alacenas de los depósitos de alimentos de un imperio. Se sabe que Brasil sigue siendo un imperio: en las alturas la corte se devana en intrigas palaciegas (como la que ahora enfrenta al presidente Fernando Collor y a su hermano Pedro, quien recuerda las épocas juveniles cuando tomaban juntos marihuana y cocaína…), en los abismos de la miseria más cruel (crueldad acentuada por el efecto de contraste entre la opulencia de la elite y el fango en que medra la inmensa mayoría), intensificada gracias al desempleo de la crisis.
   ¿Qué es lo que se llevan los invasores? Arroz, aceite, jabón, porotos, cosas de primera necesidad, e, infaltable en las crónicas del latrocinio, una botella de whisky.
   ¿Cómo proceden? Un pequeño grupo comienza a huevear en la vereda del supermercado cerrado. A partir de ahí la noticia se desparrama en el vecindario, que acude provisto de bolsas o, en el caso de las fanáticas de la belleza, de espejitos. Todos los pibes se enganchan, también muchas mujeres. Una de 28 años, aparece en el diario acusada de hurtar frascos de mayonesa, sopas instantáneas y lentejas. A su amiga, una tímida moza de 19, la han sorprendido con una botella de crema Hinds.
   Obviamente, roban para comer. Pero, se interrogan las desbordadas autoridades, ¿quiénes conforman el grupito incitante al ataque confiscatorio? Unos dicen que son los asaltantes, o los narcotraficantes, una potencia en Rio, aliados con los explotadores de la quiniela clandestina. Otros sospechan de los ruidosos jóvenesfunks, que se amontonan en ruidosos bailes de salón que suelen acabar con feroces peleas entre los bandos, para terror de señoras y señores y despreciando incluso la presencia de militares disimulados (los milicos están enfurecidos por los bajos sueldos).
   Ahora, el flujo del saqueo es incontrolable. Agravado por la recesión, los bajos salarios, el hambre objetiva que las masas pasan, es una explosión intempestiva que luego refluye, no deja nada, más que el televisor portátil que alguno aprovechó para birlarse o los zapatos de taco alto que mujeres ululantes arrebataban en manojos.
   En el momento en que transcurre tiene algo de aterrorizante. Viví un multitudinario saqueo (quebra-quebra, o sea, rompe-rompe) en 1982. Esto ya fue algo de proporciones.
   El chispazo surgió de casualidad. Hubo un error en un anuncio, ofreciendo empleo, en vez de pedir 3 pidió 3000 obreros, éstos acudieron en masa y se encontraron con la decepción, lívidos de bronca. Coincidió que en el lugar regularmente los militantes del Partido Comunista do Brasil (eran, increíblemente, proalbaneses, no sé con quién se habrán entongado ahora que Albania se ha vaciado como una media, enarbolaban la enseña imperial albanesa y su águila bicéfala y cantaban, vestidos con trajes típicos, el himno comunista albanés en albanés, todo eso en medio del suburbio o también en medio del Amazonas, para perplejidad de los patitiesos pobladores) realizaban un acto, una especie de “hablada”. La resonancia maoísta de la prédica insufló en los presentes el espíritu de la insurrección. De repente uno tiró una piedra contra la panadería y afanó una factura. Ahí nomás otro se llevó un saco sport de la vidriera. Poco después el estropicio era generalizado. La turba se encaminó al Palacio de Gobierno, cuyas pesadas verjas arrancó, para consternación del gobernador Franco Montoro, de la oposición al agónico régimen militar que aún imperaba, que acabó llamando a las tropas. Simultáneamente a los disturbios en el palacio, hordas lúmpenes (hasta entonces había un clima más proletario) se lanzaban aullantes sobre el centro de la ciudad, destruyendo y saqueando negocios de todo tipo, incendiando cabinas de fotografías y artículos electrónicos.
   A los dos o tres días el movimiento, saciado, refluyó. Quedaron algunos de sus efectos. En los barrios pobres del suburbio, los delincuentes de la favela.
   Las variantes de la confiscación son numerosas. Pero quizás ninguna tan sugerente como la que prenuncia el titilar de los espejitos.


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